CARLSO FERNÁNDEZ-ARIAS y JAVIER GARCÍA-LARRECHE. Diplomáticos y miembros de la junta directiva de la Asociación de Diplomáticos Españoles
UN viejo dicho establece que la diplomacia, como la banca, bien hecha es necesariamente discreta; poco amiga de los pelotazos. Esto es así, posiblemente en el trabajo cotidiano, pero no debe suceder que la labor diplomática acabe siendo críptica y desconocida para el ciudadano.
De vez en cuando ocurre algún suceso internacional o es publicado en los medios algo que, breve y puntualmente, atrae la atención de la opinión pública, plantea un breve debate sobre el servicio exterior y poco después vuelve el silencio, y la diplomacia y los diplomáticos retornan a una discreción rayana en el olvido; hasta la siguiente crisis. Así ha sucedido en las pasadas semanas con los recientes acontecimientos padecidos por la tripulación española retenida en el Chad. La prensa ha redoblado las críticas contra la política exterior del Gobierno, pero también, al menos en un primer momento, ha vuelto a usar los manidos lugares comunes sobre la utilidad de los diplomáticos y su presunta falta de adecuación al mundo actual. Por ello los diplomáticos creemos que los ciudadanos deben conocer mejor nuestra labor; porque una sociedad bien informada está en mejor disposición de determinar lo que quiere de su servicio exterior.
Los integrantes de la Carrera diplomática pasan a formar parte de la misma después de superar un exigente proceso público y transparente que garantiza el que sean elegidos de acuerdo con los principios constitucionales de mérito y capacidad: la oposición. Naturalmente, y aunque nos centremos en los diplomáticos, existen otros trabajadores del Servicio Exterior, funcionarios y contratados laborales, que desarrollan una abnegada y meritoria labor en el ámbito de sus competencias y sin los cuales sería difícil imaginar nuestra labor.
Los diplomáticos son ante todo profesionales con una clara vocación de servicio y un especial entusiasmo por el trabajo que desempeñan. La tarea diplomática exige una dedicación plena que significa en muchos casos sacrificios familiares y personales. El diplomático es el funcionario dispuesto a cumplir con su deber desplazándose incluso a miles de kilómetros, sin apenas previo aviso, cuando su presencia es requerida en un país que no cuenta con Embajada o Consulado residente, para auxiliar a conciudadanos españoles con problemas ante las autoridades locales o para prestar la correspondiente protección diplomática que menciona el Convenio de Viena de Relaciones Diplomáticas.
Es el caso de la reciente crisis del Chad, donde tres funcionarios diplomáticos fueron despachados desde el inicio de la crisis, quedando en aquel país para realizar las oportunas gestiones hasta que los ciudadanos españoles pudieron regresar a España. En estas situaciones, a los diplomáticos españoles nos duele leer que nuestra presencia es la de «meros comparsas», como se ha llegado a publicar, dolor que comparten sin duda sus familias, que se ven perjudicadas por su ausencia durante un tiempo indefinido. Hay que señalar que, muy poco tiempo después de las críticas recibidas, la totalidad de los españoles afectados pudo volver a nuestro país.
Ello, a pesar de atender, en ocasiones con sólo dos diplomáticos y un reducido personal en la Embajada, territorios que abarcan miles de kilómetros cuadrados y varios países en zonas verdaderamente remotas y mal comunicadas.
Baste un ejemplo escalofriante pero real: habida cuenta de la prioridad política que han revestido en esta legislatura las relaciones con África, que han llevado a un impulso real y globalmente fructífero de nuestras relaciones con todos los países del continente a partir de las premisas sentadas por el Plan África, resulta en cambio chocante pensar que sólo cinco diplomáticos (incluyendo al director general del área) se ocupan de las relaciones políticas de España con África subsahariana, mientras que en Dinamarca son trece, en Holanda treinta, y de ahí para arriba…
Los diplomáticos españoles apenas sumamos más efectivos hoy que al inicio de la transición política, unos 800 funcionarios. La situación de España y de los españoles en el mundo es bien distinta. Hoy nuestro país es uno de los nueve primeros emisores de inversión en el mundo, los españoles viajan cada vez más y a lugares cada vez más remotos, somos el segundo país europeo en número de adopciones internacionales, más de 1.500 presos españoles cumplen condena en cárceles en el exterior y España mantiene abiertas más de cien embajadas residentes y otros tantos consulados en todo el mundo. Unos consulados que, en 2006, entre otras muchas tareas, expidieron casi un millón de visados, cerca de 1.400 inscripciones registrales y más de 25.000 instrumentos públicos.
A la vista de esto, es esencial que la opinión pública se plantee la pregunta siguiente «¿Queremos de verdad que España ocupe en el mundo el papel que merece?»…, y, como consecuencia «¿Hasta qué punto estamos dispuestos a dotar al Servicio Exterior de los medios necesarios para ello?»
Una reflexión sobre esta cuestión sería muy necesaria. Porque, y es el último punto que abordaremos aquí, un Estado fuerte y moderno goza, ineludiblemente, de unas instituciones y unos cuerpos profesionales sólidos, apolíticos, competentes y cualificados. Es uno de los criterios distintivos del Estado moderno y es una reclamación recurrente de las sociedades de nuestro entorno con mayor grado de libertad y formación. Como decía un diplomático y escritor, esta vez de valía «si no hubiera cuerpos, ¿dónde residiría el alma del Estado?».
Como servidores del Estado, los diplomáticos garantizan que éste y sus ciudadanos sean representados y atendidos con independencia de los vaivenes o el pensamiento político de cada etapa o cada persona. Su Majestad el Rey lleva ya décadas demostrando lo útil que resulta para nuestro país una actuación exterior continuada, e institucional más que partidista. Por supuesto, el Gobierno de cada momento también ejecuta la política exterior y el Parlamento contribuye a elaborarla. Pero incluso así, suscita un amplio consenso el hecho de que las grandes líneas de nuestra acción exterior deben ser política de Estado, y no estar tan sometidas como otras materias a los vaivenes políticos o los intereses electorales.
Recientemente, el Consejo de Ministros dio el visto bueno a un Código de Buenas Prácticas de modo que los nombramientos del Estado en el ámbito de la cultura se rijan por criterios profesionales y no políticos. El mismo criterio debería regir a la hora de dotar de medios, apoyar materialmente y efectuar los nombramientos correspondientes cuando hablamos de una acción de Estado que además es servicio a la ciudadanía y que a los profesionales de la diplomacia no nos gusta que se convierta en objeto de lucha entre partidos. En nuestra condición de servidores de la nación, queremos que la sociedad española, una de las más avanzadas, libres, generosas y solidarias del planeta, esté orgullosa de su diplomacia. También nos gusta pensar que estamos contribuyendo, un poco más, a vertebrar esa misma nación.