Sobre la gestión diplomática contemporánea

4 12 2007

La teoría de la diplomacia se ha desarrollado a través de la historia siguiendo líneas paralelas de esenciales conocimientos y fundamentos de carácter científico que la han convertido hoy en un indispensable proceso continuo. Sus principios representan la experiencia acumulada de generaciones de hábiles y talentosos funcionarios, comprometidos plenamente en la defensa de los intereses fundamentales de las naciones que han representado, por demás sensatos y razonables, que han sabido demostrar las ventajas de la concertación frente a la confrontación (H. Nicholson).

Debe resaltarse que la diplomacia, en determinada medida, se vale de “un arte sutil y aleatorio” que combina eficazmente, con las formas adecuadas, los conocimientos, la destreza y la táctica. Apela a la capacidad de análisis, observación, habilidad y el tacto de quienes la practican. Implica, asimismo, un gran porcentaje de fórmulas y de usos consagrados por la experiencia, de métodos y de conveniencias cuya apropiada aplicación, influye, sin duda, en las posibilidades de éxito. “De este modo se aplican los tipos de comportamiento, de oratoria, de disciplina e incluso de razonamiento que los embajadores, en propiedad, y los negociadores en este ámbito, adoptan por lo general y que constituyen una especie de código internacional de la profesión” (A. Plantey). Evidentemente, las acciones de este carácter tienen que realizarse con la dinámica, calidad y consistencia requeridas.

Si bien la diplomacia era considerada, en sus inicios, como un conjunto de acciones en un solo sentido, tras una larga evolución, tiende hoy a concedérsele gran importancia al doble aspecto de la función diplomática, a saber, la relación del Jefe de Misión diplomática con su propio gobierno y su trato con el gobierno receptor. Al respecto merece recordarse la célebre frase del diplomático estadounidense, Robert Mc Clintok: “Adviértase la dualidad de la función del diplomático, su diplomacia debe convencer no solamente a un gobierno, sino a dos o más y quizás lo más difícil sea convencer al propio”. Esto confirma la validez del requisito esencial para el ejercicio diplomático de hoy, de tal capacidad negociadora que sustente la eficacia de las ejecutorias del funcionario.

No era infrecuente, en el siglo pasado, que determinados Jefes de Misión: Embajadores y -los hoy prácticamente desaparecidos- Enviados Extraordinarios y Ministros Plenipontenciarios, fueran apartados de sus funciones como sanción por haber caído en la tentación de ser  “conciliadores impenitentes”, de ésos que han pretendido agradar a su Canciller o al propio Jefe de Estado, antes que presentar un cuadro exacto del asunto en cuestión, en contraposición naturalmente con la exactitud en la información que exigen las acciones en este ámbito.

Como dato curioso, varias memorias de notables diplomáticos de diversos países y épocas coinciden, en cierta forma, en hacer una observación que en esencia es la siguiente: No debe olvidarse que también en la vida real, como ocurre en ciertos “cuentos de duendes” hay (en este medio) quienes con sus “aspavientos” pretenden disimular (justificar o reivindicar) sus inconsistencias y hasta sus desaciertos. Suele ser a la postre “el análisis objetivo de la realidad de los hechos el que desmiente radicalmente la palabra empeñada” con esos propósitos. Es un comportamiento sobre el cual se debe estar alerta, puesto que por lo general tal forma de proceder es tan recurrente como convincente (al menos al corto plazo) por lo cual imperceptiblemente puede prolongarse en el tiempo causando perjuicios de imprevisibles consecuencias.

Indudablemente que las innovaciones son siempre necesarias. Pero para hacerlas con el debido fundamento, cabe insistir, se requiere primero conocer a plenitud la materia en cuestión (teoría y práctica).  Ser un experto en otra área del saber, aunque de alguna forma esté relacionada con  la materia a innovar, no concede la autoridad necesaria para tal proceder. Recuérdese que “nada impide tanto ser natural como las ganas de parecerlo” (La Rochefoucauld).

Es evidente que la asignación de una responsabilidad no concede, en modo alguno, los conocimientos para ejercerla. En esos casos, si lo que se buscan son resultados, hay que tener la grandeza de espíritu y la humildad, y del mismo modo, la inteligencia y la capacidad gerencial para asesorarse y asistirse adecuadamente. En adición a lo cual, deben saberse hacer los máximos esfuerzos por aprender en la marcha y adquirir la correcta experiencia requerida.

Cabe recordar que la diplomacia, tal como lo señala Alan Plantey: “Es también un oficio, una de las profesiones más hermosas, cuyo ejercicio permite el Estado: Para aquél que posea la disposición, la personalidad, y los conocimientos que exige esa función y, sobre todo, que se sienta orgulloso de su país, y que, de igual manera, esté comprometido fielmente con los intereses de la propia nación, no hay misión más noble que representarla ante los demás”.

Manuel Morales Lama

El Autor es Premio Nacional de Didáctica,
Diplomático de Carrera y
Actual Embajador en Brasil.


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