«La guerra es sólo un escape cobarde a los problemas de la paz». Thomas Mann
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Por Orlando Ochoa Terán | ||
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Durante la crisis del Watergate el desequilibrio emocional de Richard Nixon fue un motivo de preocupación en el Pentágono. Consumía alcohol en exceso, abusaba de tranquilizantes y barbitúricos con efectos serios para su estabilidad sicológica.
Anthony Summers, uno de sus biógrafos relata en su libro The Arrogance of Power -The Secret World of Nixon, que el Presidente se convirtió en un hombre “fuera de control a quien le gustaba que los opositores y adversarios internacionales le temieran por su locura”. En una ocasión, relata Summers, por órdenes expresas del presidente Nixon, Henry Kissinger instruyó a su asistente, Len Garment, quien se reuniría con miembros del Soviet Supremo, para que “les transmitiera la impresión de que Nixon estaba de alguna manera loco y que, aunque inteligente y organizado, en momentos de estrés su comportamiento era paranoico, impredecible y capaz de la mas sangrienta crueldad” “La ironía” -comentó Garment en 1997- “era que todo lo que le habíamos ‘inventado’ a los rusos, resultó cierto.” En otro episodio, que el autor compara con el de una “república bananera”, señala que, en virtud de la preocupación de los militares, el entonces secretario de Defensa, James Schlesinger, hubo de instruir al Alto Mando para que “ignoraran cualquier orden militar que se originara en la Casa Blanca.” Exaltación y conflicto No es pues una novedad que las condiciones emocionales inestables de algunos líderes pueden llegar a ser peligrosas y causar daños irreparables a un país. Cuando Saddam Hussein se vio perdido y obligado militarmente a dar marcha atrás a su proyecto de conquistar Kuwait, antes de huir ordenó incendiar unos 700 pozos petroleros y derramar 5 millones de barriles en el Golfo sin que esto le ofreciera ventaja estratégica o económica. El impacto ambiental alcanzó a 600 kilómetros de distancia. En una minuciosa crónica sobre los preámbulos de la Segunda Guerra Mundial la historiadora Bárbara Tuchman, sostiene en su obra galardonada con un Pulitzer, The Guns of August, que una cadena de desaciertos y estupideces que tenían mucho que ver con la megalomanía y la estulticia de líderes de Europa alentaron el conflicto de 1914, cuya chispa fue el asesinato del archiduque Ferdinand, heredero del trono austrohúngaro. Del zar Nicolás II se decía que con su poca aptitud mental y una pobre educación, su vida habría tenido más sentido en una casa de campo dedicada a cultivar nabos. Cuando alguien le refirió al zar que un liberal en el Duma había mencionado el vocablo “inteligentsia”, replicó: Dios, ¡cómo detesto esa palabra! Grandes purgas del régimen ruso habían provocado la expulsión a 341 generales y 400 coroneles del ejército.Un número semejante al total de oficiales de Francia. Diplomáticos británicos comentaban entonces que en el gobierno ruso todo el mundo parecía “loco”. En 1911 se había descubierto que el asesinato del primer ministro de Rusia, Stolypin, fue obra de la policía secreta del mismo régimen zarista para culpar a los líderes de la revolución en ciernes y desacreditarlos. Estas precarias condiciones y la fermentación revolucionaria había convencido al embajador de Alemania en San Petersburgo y por ende al Káiser Guillermo II, que Rusia jamás participaría en un conflicto. De Francia se decía con asombro lo difícil que se hubiera podido preparar para un conflicto si en los últimos 43 años los gobiernos habían designado 42 ministros de Guerra. En Gran Bretaña, el ministro de Guerra era Lord Richard Haldane, un apasionado de la filosofía alemana. En una ocasión, ante la pregunta de un miembro del Alto Mando que le pedía a Haldane que aclarase que clase de ejército tenía en mente, contestó: “!uno hegeliano! Todos los militares se retiraron. Algo así como si en Venezuela se designara a Emeterio Gómez, ministro de la Defensa, en víspera de un conflicto. Documentos demuestran que los líderes de las principales naciones involucradas estaban persuadidos que el conflicto no se extendería más allá de diciembre de ese mismo año. Se prolongó cuatro años. La guerrita bolivariana Las referencias históricas vienen a colación a propósito de una situación semejante que ha surgido en medio de esta crisis política y económica que se agrava con la desbordante frivolidad belicosa del presidente Chávez que lo impulsa a jugar a la guerra con Colombia como una temeraria táctica de distracción. No debería pues sorprender que en estas circunstancias críticas y de gran tensión la conducta de algunos líderes responda bajo presión a sus antecedentes de personalidad y perfil psicológico. La historiadora Tuchman describe al káiser Guillermo II de Alemania, instrumento propiciatorio de este conflicto, como “un hombre inconstante, con inspiraciones siempre nuevas, con diferentes objetivos cada hora que lo conducían a practicar una diplomacia en perpetuo movimiento”. El káiser, añade la autora “buscaba más poder, mayor prestigio, y sobre todo, mayor autoridad en los asuntos mundiales pero prefería obtenerlos atemorizando a otras naciones sin acudir a las armas. Ante el prospecto de una batalla, como en Algaciras y Agadir, se encogía”. Por una vez calculó mal y el conflicto fue inevitable. Suena familiar. ¿No? |
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