Entre la impaciencia y la resignación:EL DILEMA DE LOS POBRES LATINOAMERICANOS

11 04 2008

Roberto Cuéllar M.

Director Ejecutivo, IIDH

Hace muchos años, cuando trabajaba en la oficina legal de la arquidiócesis de San Salvador con Monseñor Oscar Arnulfo Romero, lo escuchaba decir, una y otra vez, cosas como esta: «La esperanza que predicamos a los pobres es para devolverles su dignidad y para animarles a que ellos mismos sean autores de su propio destino…»

De afirmaciones como esta, que Monseñor Romero no cesaba de repetir y llegaron a ser centrales en su mensaje pastoral, me quedan dos cosas claras: la primera, que la pobreza es una ofensa a la dignidad humana. Creo que en eso todos los presentes estaremos de acuerdo. La segunda: que para redimirse de la pobreza, los pobres deben convertirse en autores de su propio destino. Por lo tanto, nuestro papel como personas privilegiadas, debe ser de acompañantes, animándolos a dar ese inmenso paso de tomar su destino en sus manos. Puede que esta afirmación no reciba una aprobación tan unánime como la anterior. En círculos políticos y académicos se da por descontado que la pobreza es un asunto que está, sobre todo, en nuestras manos. De hecho, pocos temas sociales y políticos han recibido tanta atención en nuestro continente, como el de la pobreza. Y sin embargo aquí estamos, casi doscientos años después de nuestra constitución como naciones, enfrentados una vez más al inmenso fracaso que significa reconocer que, hoy por hoy, cuatro de cada diez latinoamericanos viven en pobreza.

Como se sabe, Monseñor Romero murió asesinado en el altar por haber reconocido en los pobres de El Salvador al Pueblo de Dios –dicho en sus términos–. Tras el asesinato de Romero la vida me llevó por otros caminos, pero hoy, en la posición de Director Ejecutivo del Instituto Interamericano de Derechos Humanos, vuelvo a recordar a Monseñor Romero y su compromiso con los pobres y desposeídos…

Valgan estas palabras para puntualizar que no he sido invitado para hablar de la pobreza desde una perspectiva económica ni sociológica, sino ante todo desde la perspectiva de los derechos humanos.

No quisiera hacerles perder un tiempo buscando una definición de la pobreza. Aunque reconozco su utilidad, me aparto de las mediciones de la pobreza puramente económicas. En nuestros países la pobreza es algo tan palpable, tan evidente, que casi parece innecesario definirla. Sin embargo, atendiendo a la naturaleza de este foro, digamos, al menos, que entendemos la pobreza como un síndrome que trasciende la privación material e incluye la deprivación simbólica y la exclusión social. Normalmente los pobres no carecen solamente de dinero y de bienes materiales básicos, sino que han sido privados, también, de recursos para abandonar esa situación de carencia. No en vano se habla del «circulo vicioso» de la pobreza.

Es sabido que, hasta hace poco tiempo, el fenómeno de la pobreza no era considerado como susceptible de un abordaje sistemático y riguroso desde la perspectiva de los derechos humanos. Afortunadamente los Derechos Económicos, Sociales y Culturales han tenido importantes desarrollos teóricos y doctrinarios en las últimas décadas… No obstante, resulta claro que, salvo contadas excepciones (como el el derecho de sindicalización, o el de los pueblos indígenas a participar en las decisiones que los afectan), la comunidad jurídica está todavía lejos de admitir la justiciabilidad de los DESC.

Para ser más específico, diría que lo que nos interesa considerar aquí es el tema de los derechos humanos de los más pobres.

Todos estaremos de acuerdo en que los pobres son titulares y tienen los mismos derechos «que nosotros» –y discúlpenme la odiosa expresión–, pero el asunto, claro, es cómo hacer efectivos estos derechos, como darles contenido y realidad. Ya Carlos Marx observaba en algún sitio: «Cuando los derechos son iguales comienzan las batallas.» Es decir, la igualdad de derechos es apenas el punto de partida para buscar la equidad. Creo que las mujeres, con sus luchas históricas, son bien concientes de esto y pueden darnos algunas lecciones al respecto… En efecto, antes de pensar en traducir en realidades los derechos que conquistaron en el último siglo, estos debieron ser conquistados y proclamados como derechos. La legitimidad que deriva del reconocimiento de derechos, hace posible la articulación de demandas que luego se traducen en realidades concretas.

En efecto, al abordar el tema de los derechos humanos desde la perspectiva de los pobres, el asunto que se nos plantea de inmediato es el de la justiciabilidad.

Si los derechos humanos de los pobres han estado siempre ahí –al menos desde que los derechos humanos existen como tales– ¿por qué ellos –los pobres– a diferencia de las mujeres en el último siglo, no han sido capaces de darles contenido, es decir, de traducir estos derechos en demandas primero, y luego, poco a poco, en realidades concretas?

Creo que esta es la pregunta de fondo.

Permítanme esbozar algunas líneas de respuesta.

Una primera tentativa de respuesta apunta a lo que podríamos llamar la «endémica corrupción del Estado.» Aunque se han conseguido progresos, desde su constitución misma como estados nacionales, los aparatos político-institucionales de la región surgieron para reproducir y perpetuar la desigualdad y la exclusión propias del régimen colonial, y desde entonces están ante todo al servicio de minorías política y económicamente poderosas. Bajo la cobertura del Estado-nación se ocultan los intereses de los grupos poderosos e influyentes. Dichos grupos propiciaron además la aparición de una suerte de ética del despojo entre los funcionarios públicos, de modo que el Estado es visto como una oportunidad de servirse y enriquecerse.

Por las mismas razones, otras instituciones políticas, en especial los partidos políticos, tampoco logran articular y transmitir las reivindicaciones, demandas e intereses de los sectores más pobres y excluidos de la sociedad. De esta forma, la imposibilidad de traducir en demandas políticas los derechos de los pobres, o de responder adecuadamente a ellos, obedece ante todo a la ausencia de voluntad de las élites que controlan el aparato político-administrativo del Estado.

Otra tentativa de respuesta apunta a lo que podríamos denominar la «debilidad e ineficiencia del Estado.» Complementaria y contrapuesta a la hipótesis de la corrupción, existe también la de su debilidad e ineficiencia: tardía y marginal en su acceso a la modernidad, América Latina en su conjunto adolece de una debilidad endémica en sus aparatos estatales, que a la postre resultan incapaces de planificar y ejecutar políticas públicas consistentes y de largo plazo. La pobreza es solo un ejemplo, pero similar tendencia se observa en otros campos de la agenda pública. Particularmente relevantes para el tema de la pobreza, son la incapacidad manifiesta de los estados para planificar y ejecutar políticas tributarias adecuadas, así como para proveer servicios básicos de educación y alimentación, salud y vivienda, entre otros.

Una tercera tentativa de explicación pone el énfasis en los factores exógenos y en las relaciones internacionales desiguales y abusivas. De acuerdo con este razonamiento, bajo el actual marco de relaciones económicas internacionales, los esfuerzos regionales de erradicación de la pobreza están signados por el fracaso, pues las relaciones económicas planetarias son muy desiguales y abusivas, y condenan a vastos sectores de la población mundial a una situación de pobreza y precariedad.

Una cuarta línea de explicación surge de lo que podríamos llamar un «déficit de ciudadanía», es decir, la debilidad de la «Sociedad Civil» en nuestro continente. Según este razonamiento, si bien es cierto los estados de la región han fallado en la planificación y ejecución de políticas económicas y sociales, no menos cierto es que en la región existe un «déficit de ciudadanía», en el sentido de que la Sociedad Civil organizada ha sido incapaz de fiscalizar las políticas dirigidas a la erradicación de la pobreza y otros asuntos de la agenda pública, enclave de derechos humanos. Solo una ciudadanía consciente y organizada es capaz de constituirse en interlocutora de la sociedad política y de las agencias del Estado para fiscalizar su quehacer y exigir responsabilidades. Este «déficit de ciudadanía» afecta de manera muy especialmente grave y perniciosa a los sectores pobres y excluidos, pues dada su condición, carecen de medios para colocar sus intereses y asuntos en la agenda pública y defenderlos en la escena política.

Por último, podríamos ensayar una explicación basada en la combinación, más o menos matizada, de todos los factores anteriores. En lo personal, creo que esta es una aproximación adecuada. Por lo tanto, si la pobreza es un fenómeno a la vez multicausal y multidimensional, nuestros esfuerzos para erradicarla deben apuntar, asimismo, en diferentes direcciones, complementarias.

Por ello estamos convencidos de que el tema de la pobreza –y particularmente el tema de los derechos humanos de los más pobres–, debe ser llevado con fuerza a todas las instituciones del Estado y de la sociedad política.

Si bien existen algunas instituciones del Estado particularmente adecuadas para colocar el asunto en la agenda pública –como las oficinas del Ombudsman– no es menos cierto que otras instituciones y agencias, como los partidos políticos, deben asimismo abrirse a este tema, más allá de los abordajes demagógicos que suelen hacer del mismo. Solo en la medida en que se logre esto, cumplirán a cabalidad con la finalidad que les corresponde en sociedades democráticas, y se verán libres de la sospecha de «perversión» y «corrupción» (en el sentido esbozado) que pesa sobre la institucionalidad.

Asimismo consideramos que deben realizarse esfuerzos para persuadir a los agentes del Estado a fin de que diseñen políticas públicas cada vez más inclusivas, especialmente sensibles a los sectores excluidos de los beneficios del desarrollo. Dicho esfuerzo es urgente en temas como acceso a la salud, a la educación, a la vivienda y a otras necesidades básicas legitimadas como derechos, pero lo es también respecto al acceso a los mecanismo jurídicos y para-jurídicos que hagan reclamables tales derechos. Se trata, en suma, de crear, fortalecer o desarrollar capacidades institucionales para combatir la pobreza. En la medida en que se logre esto, el estigma de debilidad e ineficiencia que pesa sobre la institucionalidad pública para combatir la pobreza, desaparecerá.

A nivel internacional el tema de la pobreza –de la privación material y simbólica, y de la exclusión social– no ha sido aún considerado, con la fuerza que el tema exige, un problema medular de derechos humanos, causa y efecto de otras violaciones a los mismos. En este sentido deben crearse, fortalecerse o apoyarse coyunturas internacionales para la discusión del problema de la pobreza, y muy particularmente, debe hacerse un esfuerzo para colocar el tema de la pobreza en el centro de las discusiones hemisféricas sobre derechos humanos, apoyando los esfuerzos que apuntan a su justiciabilidad. Solo en la medida en que logremos esto será claro que, independientemente de las existencia de diferencias económicas incontestables, la comunidad internacional, como un todo, no es insensible ni indiferente al drama de la pobreza y la exclusión que afecta a millones.

No menos importante que las anteriores líneas de trabajo, resulta apoyar un cambio de visión y de mentalidad entre los sectores más pobres o carenciados, con el fin de que se perciban cada vez más como auténticos «sujetos de derechos» y cada vez menos como «necesitados de ayuda». En este sentido, debe trabajarse intensivamente con las organizaciones que trabajan directamente con estos sectores, fortaleciendo sus capacidades. De esta forma, el acusado «déficit de ciudadanía» del que adolecen las sociedades latinoamericanas y caribeñas comenzará a revertirse.

Desde hace más de una década, el Instituto Interamericano de Derechos Humanos viene realizando esfuerzos sistemáticos para colocar, profundizar e instrumentalizar los DESC en el debate hemisférico de los derechos humanos. Estos esfuerzos llegan a un punto culminante en la actualidad, con el nuevo marco estratégico que el Instituto pondrá en marcha a partir del año 2008. En este plano, el tema de la pobreza o, más específicamente, el tema de los derechos humanos de los más pobres, son el eje fundamental.

Diversas razones han llevado al IIDH a adoptar esta perspectiva. En primer lugar, los principios del IIDH establecen la relación indisoluble entre democracia y derechos humanos. Más allá del sufragio electoral, la democracia presupone el acceso universal a condiciones de vida que posibiliten el ejercicio y el goce efectivo de los derechos ciudadanos, so pena de quedar reducida a una mera formalidad. Más aún: desde el punto de vista axiológico, la pobreza y la privación extremas violentan dos principios que sustentan la doctrina de los derechos humanos: la dignidad humana y la equidad.

Desde la perspectiva del IIDH, la pobreza está en la base de un sinnúmero de violaciones a los derechos humanos. Sostenemos así que la pobreza es al mismo tiempo causa y consecuencia de numerosas violaciones a los derechos humanos.

Es preciso subrayar que la adopción de este marco no supone abandonar ni los métodos ni los lineamientos bajo los cuales el IIDH ha venido operando, es decir, la investigación, la educación y la difusión, y que lo hará, como establece su mandato, desde una perspectiva académica e interdisciplinaria de promoción activa en derechos humanos.

Los esfuerzos que se emprenderán a favor de la inclusión de los más pobres, vienen a reforzar las iniciativas en marcha por la inclusión de los pueblos indígenas, las poblaciones afrodescendientes y las mujeres, pues como se sabe, la pobreza en América Latina y el Caribe tiene, precisamente, estos tres rostros: indígena, afrodescendiente y mujer. A ellos debemos agregar hoy el rostro de los migrantes, pues como se sabe, en nuestro continente los migrantes son en su inmensa mayoría personas que huyen de la pobreza.

Así pues, lejos de suponer un giro imprevisto o violento en el quehacer, esta temática complementa y enriquece lo que el IIDH ha venido haciendo recientemente.

Profundos cambios tecnológicos, demográficos, económicos, culturales y políticos, cambiaron la fisonomía planetaria –y desde luego, la de América Latina y el Caribe–, pero se diría que la institucionalidad política de la región ha sido torpe y lenta para reaccionar. Así, parece existir un desfase o desajuste creciente entre las expectativas y demandas de la ciudadanía, y la capacidad del sistema político para responder.

Pero, como sabemos, al lado de estas transformaciones profundas que vivió la región en décadas recientes, existe un sinnúmero de problemas y de asuntos largamente postergados. Hay quienes aseveran, a nuestro juicio con razón, que Latinoamérica y el Caribe –o al menos parte importante de ellos– ingresan al siglo XXI sin haber resuelto aspectos de la agenda del siglo XIX, como pueden ser el de la electrificación y algunos problemas básicos de salud pública (letrinización, agua potable), para no hablar del hambre –que azota a un porcentaje significativo de la población– y de la pobreza –que, como dijimos, padecen cuatro de cada diez latinoamericanos–. Lo desconcertante es que todo ello coexista en la misma realidad geográfica y política con industrias de alta tecnología, grupos sociales que ostentan sin pudor alguno su opulencia ofensiva, gigantescas concentraciones de recursos naturales de gran valía y megalópolis ultramodernas.

Todos estos contrastes, que desde cierto punto de vista hablan de la diversidad y la riqueza del subcontinente, revelan asimismo su profunda inequidad y su desintegración: desintegración e inequidad social, política y cultural. América Latina es, como se sabe, la región más desigual del planeta.

Cuando, a inicios de la década de los 90, los demócratas de América Latina constatábamos con frustración las limitaciones de las nacientes democracias para generalizar el bienestar o, al menos, para lograr condiciones de vida dignas para la mayoría de la población, considerábamos con temor la posibilidad de que dicho fracaso –que entonces comenzaba a ser manifiesto– reviviera una «tentación autoritaria» en algunos sectores de la población.

Visto en restrospectiva resulta claro que nuestro temor carecía de fundamento, pues el autoritarismo no es, no ha sido, no fue nunca, una tentación para las mayorías latinoamericanas y caribeñas. Los regímenes autoritarios que medraron del poder en las décadas pasadas, tuvieron en general un respaldo reducido y se acuerparon en el terror militar y policial, aprovechando la coyuntura geopolítica internacional que ofrecía la Guerra Fría.

Hoy pensamos que la tentación autoritaria no existe sino para pequeñas minorías –no por ello despreciables desde el punto de vista político– de cada país, pues las grandes mayorías fueron quienes sufrieron de manera más directa las consecuencias del militarismo y del autoritarismo.

Sin embargo, es innegable que, ante situaciones de caos social, las sociedades tienden a aferrarse a cualquiera que se presente como tabla de salvación.

En algunos países latinoamericanos y del Caribe, la situación económica y social –para no mencionar otros temas crecientemente sensibles como el de la inseguridad ciudadana–, amenazan de manera cíclica con salirse de control. Por ejemplo en Guatemala, hoy por hoy, es más peligroso ser un chofer de autobús que un defensor de los derechos humanos. En muchos países de nuestra región, el problema de la inseguridad dejó de ser, hace mucho tiempo, el problema de la delincuencia e incluso el de la delincuencia organizada. Se trata de poderosas mafias con conexiones políticas y con complejas relaciones internacionales. Si en algunos países del antiguo bloque soviético la transición democrática propició la aparición de poderosas mafias de este tipo, no es muy distinto lo que ocurre en varios países de nuestra región.

Situaciones como estas ofrecen un terreno fértil para los oportunistas políticos y constituyen una amenaza a la democracia que por ningún motivo debe subestimarse. Ya lo dice el refrán popular: En río revuelto, ganancia de pescadores… O, como dijo escritor norteamericano Arnold Lobel, «cuando hay grandes necesidades, hay gente dispuesta a creerlo todo.» La historia de nuestra región ofrece múltiples ejemplos de ello.

En cualquier caso, parece claro que, hoy por hoy, la verdadera tentación para muchos latinoamericanos y caribeños –y tal vez entonces no la supimos aquilatarla con propiedad– es y ha sido siempre el populismo, la figura del caudillo y el ensueño del «gran líder redentor».

Por ello vuelvo a evocar aquí la visión y sabiduría de Monseñor Romero, cuando anotaba que nuestro papel debe ser el de animar a los pobres a que sean autores de su propio destino, pero en ningún caso suplantarlos en ese camino.

Del otro lado, la gran tentación de los grupos económica y políticamente hegemónicos o poderosos, consiste hoy, como consistió siempre, en suponer que basta una cobertura, un simulacro democrático, para mantener su dominio y garantizar que las cosas sociales seguirán siendo como han sido.

Resulta claro que la región latinoamericana y caribeña se enfrenta una vez más a la disyuntiva, al dilema, de encontrar su propio camino hacia la democracia –una democracia integral e inclusiva, que trascienda el requisito de la justa electoral– o de quedar atrapada en el espejismo –que ya parece una maldición– de esas dos tentaciones: el populismo, de un lado, y la democracia instrumental de corte oligárquico o plutocrático, del otro.

De lo que no queda ninguna duda, parafraseando a Freud, es que en la región se palpa un profundo malestar en la cultura. El fracaso o –en el mejor de los casos, los magros resultados– de las políticas económicas de apertura y privatización aplicadas en los años 90, alientan en diversos países el surgimiento de reivindicaciones nacionalistas, especialmente en lo tocante a recursos naturales y energéticos. Harto revelador resulta el hecho de que el presidente boliviano, Evo Morales, renegociara los contratos con las compañías extranjeras extractoras del gas y del petróleo, cuadriplicando los impuestos que pagaban sin que la operación de las mismas dejara de ser rentable. Ante esto solo cabe preguntarse: ¿Quiénes y con qué intereses negociaron tan mal? Un sordo descontento se manifiesta aquí y allá sin llegar a encontrar expresión cabal. En cualquier caso, resulta claro que la escena política latinoamericana y caribeña ha sufrido en años recientes profundos e intensos cambios, y que vive un momento de particular inestabilidad.

Con ello no pretendemos sugerir que la democracia como sistema institucional esté en riesgo, sino más bien que el juego político, bajo las reglas democráticas, acusa cambios notorios. En este sentido, nos inclinamos a pensar que estamos ante un escenario virtualmente impredecible.

Sin embargo es preciso tomar con cautela una afirmación general como esta, pues en una región tan vasta como la nuestra, las señales suelen ser contradictorias. Así, habrá quien, en su lectura de la región, releve las señales que apuntan a la «estabilidad» de lo que está ocurriendo. En este sentido podría argumentarse la continuidad en los gobiernos de Brasil, Chile y Argentina, por ejemplo, que no solo comparten una misma línea política sino que han sido reelectos (de manera directa o indirecta) en años recientes.

Sin embargo la impresión de volatilidad, de «impredictibilidad», que anotábamos hace un momento, no se inscribe tanto en el plano de los escenarios nacionales –donde en algunos casos domina, ciertamente, la continuidad– sino más bien a la escena de conjunto, con súbitas crispaciones, alianzas emergentes, y en medio de un escenario internacional también crispado y dominado por el declive político del gobierno de George W. Bush.

En esta coyuntura, hay algunos signos esperanzadores y también motivos de preocupación, y en cualquier caso, las paradojas se multiplican. ¿Cómo interpretar el hecho de que los analistas vengan hablando, desde hace más de una década, de una creciente «crisis de los partidos políticos» en la región latinoamericana y caribeña, mientras que en el año 2006 la región asistió a una verdadera «maratónica electoral» con más de 40 procesos electorales y más de 350 millones de votantes? ¿Cómo interpretar la «declinación del presidencialismo» de la que hablan algunos observadores, junto con la convocatoria a referédums y otras formas de democracia directa cuyo incremento es palpable en la región? ¿Y cómo interpretar el hecho de que, según el Latinobarómetro 2006, cerca del 70% de los latinoamericanos piensa que su país está gobernado por grupos poderosos que solo buscan su beneficio, junto al hecho de que, según ese mismo informe, el apoyo a la democracia en la región ronda el 60%?

No es cierto que los pobres de nuestra región se hayan desencantado con la democracia. Son ellos quienes, de manera mayoritaria, acuden puntualmente a las urnas, con la esperanza de encontrar ahí alguna respuesta a su desesperante situación. Así, entre la impaciencia y la resignación, los pobres de América Latina han sido y son el soporte de nuestras democracias. ¿Cuánto tiempo más durará su «ardiente paciencia»? Las migraciones masivas que presenciamos en algunos de nuestros países, son indicadores claros de que la paciencia toca su fin. ¡Qué inmenso fracaso para una nación convertirse en puerto de embarque para millones de sus ciudadanos! Digo esto como salvadoreño, uno de los países con mayor tasa de migración del continente. Y como salvadoreño y centroamericano, digo también la vergüenza que para mí representa ver, de visita en mi país, a conciudadanos que encontraron en otras naciones los derechos y las oportunidades que el mío les negó. «U.S. Citizen», afirman orgullosamente, mostrando su pasaporte estadounidense. Y esa palabra: –»citizen», ciudadano– recoge en gran parte lo que nuestras naciones no han sabido ofrecer a los pobres: derechos, pero no solo derechos, sino también contenidos concretos que traduzcan los derechos en realidades.

En el mismo discurso de Monseñor Romero que evoqué al principio, advertía él del peligro que supone «la falsa universalización que siempre termina en connivencia con los poderosos.» Creo, amigas y amigos, que ese es, precisamente, el peligro que nos acecha cuando hablamos de la pobreza y los derechos humanos. Los derechos humanos, como sabemos, son universales, inherentes a todas las personas de cualquier condición social, y esa es su fortaleza, pero quedarnos ahí, sería caer en la «falsa universalización». Solo poniendo nuestros empeños en traducir en realidades concretas tal universalismo, serviremos verdaderamente a la causa de los derechos humanos y de los más pobres.





Breve síntesis histórica de la evolución de las Relaciones Internacionales

11 04 2008

Mejor Ensayo del Seminario Especializado en Cooperacion Internacional y Relaciones Internacionales

Autor: Jesus Navarro Zerpa

Las Relaciones Internacionales como practica surge con la aparición del estado-nación en Europa post medieval, estos Estados son producto de un largo proceso que devino en el viejo mundo después de la caída del imperio romano en manos de los pueblos bárbaros, trayendo como consecuencia la atomización de los antiguos dominios imperiales dando paso a lo que algunos historiadores han llamado “fraccionamiento feudal de la edad media”.

Bajos niveles productivos, la desaparición entre la propiedad privada y la pública, ausencia de instituciones organizadas, el estancamiento intelectual, científico y espiritual, serán las características principales de la alta edad media, periodo que se extiende desde el siglo IV hasta el año 1000 de nuestra era. Por lo tanto tal cosa como un gobierno capaz de controlar un territorio determinado dentro del cual viven y se desarrollan cierta cantidad de población, triple elementos estos para la conformación del Estado nacional, era una quimera.

En los siglos XI al XIV, es decir, en la baja edad media, se comienzan a producir algunos rasgos transformantes en la cosmovisión europea. Karen Jolly, profesora asociada de Historia en la Universidad de Hawai, escribe lo siguiente sobre la baja edad media: “…fue un periodo dinámico que conformó la identidad y el desarrollo europeos, en parte estimulados por la interacción de Europa con otras culturas de Eurasia y el Mediterráneo. Durante estos años se crearon muchos de los esquemas e instituciones sociales y políticas básicos asociados a la historia europea, y en las islas Británicas, Francia, Alemania, Italia, Europa oriental, la península Ibérica y Escandinavia se fueron dibujando nítidas fronteras políticas e identidades culturales. Entre los siglos XI y XIV, una reacción en cadena de desarrollos en los sectores económico, social y político hizo surgir nuevas tendencias en los campos de la religión, la investigación, la literatura y las artes, tendencias que han conformado la cultura europea hasta nuestros días”.

En este período de recobrado dinamismo se sientan las bases para la formación del estado-nación. Las mejoras del las técnicas agrícolas y el comercio, trajo consigo beneficios desde el punta de vista económico. Por otra parte las migraciones contribuyeron a que las fronteras se expandieran y se definieran en torno a un gobierno central que cada vez iba acumulando más poder político y económico, sin embargo no eran los suficientemente fuertes como para que el estado pudiese aparecer como tal.

Las ciudades-estados italianas como Pisa, Verona y Génova, conocidas por su rico comercio con oriente y el norte de África, fueron las primeras en crear una burocracia organizada, incluso llegando a crear “embajadas” permanentes que representaran y defendieran sus intereses económicos ante la gran rivalidad que suponían estas ciudades-estados entre si, la necesidad de llegar acuerdos pacíficos y de comerciar dio como resultado una dinámica diplomacia que fue ejemplo para los posteriores estados nacionales europeos que algunas décadas más tardes se erigirían como los actores políticos del continente.

Inglaterra, Francia, Alemania bajo el Sacro Imperio Romano Germánico, España (Unificado los Reinos de Castilla y Aragón), Portugal; Dinamarca, Noruega y Suecia, en Escandinavia; la Hungría de los magiares, la dinastía Piast en Polonia y la Rusia del Reino de Moscú surgirían en el oriente de Europa. Fueron estos los primeros en ir formándose como estados nacionales, dicho proceso se lleva a cabo entre los siglos XIV y XV, llegando a su conformación formal a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII.

La iglesia Católica jugaba un papel de primerísimo orden ya que su poder no solo se basaba en lo moral, religioso o espiritual, como se suponía que debería de haber sido, su poder más que en los cielos residía en la tierra gracias a su enorme riqueza y a la excelentemente bien organizada burocracia eclesiástica. No es por nada que al papa se le conocía como el “Rey de Reyes” y era costumbre que las los reyes recibieran de las manos del papa las coronas en sus testas, otorgando así carácter divino a su designación como soberanos de sus territorios, pero claro está, siempre supeditado al sucesor de San Pedro.

No fueron pocas las guerras de religión durantes este período, las Cruzadas contra los “infieles” son un ejemplo patético de cómo la voluntad del soberano de Roma era determinante en las vidas de millones de personas no solo de los cristianos, sino también de judíos y musulmanes. El Cisma de Occidente hirió el poder papal, pero este se logró mantener e incluso sacaron fuerzas para acabar con los Caballeros Templarios contando con la oportuna colaboración de Felipe el Hermoso de Francia. La reforma de Martín Lutero, quien dividió (sin querer) a la otrora monolítica iglesia, fue el golpe más duro que esta tuvo que enfrentar.

La última gran guerra de religión fue la guerra de los 30 años (1618-1648), la misma se inicia en el Sacro Imperio Romano Germánico entre los cuerpos catolicuorun y evangelicuorum. Lo que comenzó por un asunto religioso, se le agregaron factores políticos y económicos lo que consiguió que el conflicto se extendiera hacia casi toda Europa. La Paz de Westfalia fue el nombre del acuerdo que puso fin a las hostilidades y al mismo tiempo marca el nacimiento del Sistema Clásico Internacional.

Este primer acuerdo internacional nacido en la región alemana de Westafalia, dio como origen el nacimiento del derecho internacional público, sentó las bases para el establecimiento del equilibrio de poder, le restó poder a la Iglesia en asuntos internacionales, confirmó a Francia como potencia hegemónica en Europa en detrimento de su vecina España. Es a partir de entonces que podemos hablar propiamente dicho de un Sistema Internacional en el estricto sentido de lo que esto significa, no obstante los estados convivirían unos 300 años más con imperios plurinacionales como el Sacro Imperio Romano Germánico, el Imperio Austriaco y el Imperio Otomano, que con el devenir de los tiempos pasarían a ser Estados-Nación: Alemania (1870), Austria (1919), Turquía (1920) respectivamente.

El Sistema Clásico Internacional, se extendería desde 1648 hasta el Congreso de Viena de 1815, acuerdo que se llevo a cabo para reorganizar las fronteras europeas que había sido salvajemente trastocadas por las sangrientas y brutales guerras napoleónicas que habían iniciado en 1799 y que enfrentó a Francia contra todas las potencias de primer orden de su época. En esté periodo las guerras por motivos religiosos fueron sustituidas por las que primaban el interés nacional o raison d´etat, los estados perseguían sus intereses nacionales sin tomar en cuenta razones morales o éticas. Prueba de ellos fue la declaración de guerra de la católica Francia en contra de su correligionaria Austria aliándose los galos con la protestante Suecia. ¿Los motivos de Francia de atacar Austria?, contener a su rival Europeo y evitar ser “cercada” por los austrias que gobernaban también en los Países Bajos y España… raison d´etat.

Europa, como ninguna otra civilización en la historia, alcanzó tal desarrollo tecnológico, económico, comercial, intelectual y científico, en relación con otras civilizaciones en otras latitudes, esta posición de poder superior los llevó a emprender conquistas y colonizaciones por todo el mundo. Desde América hasta Asia, pasando por África, los barcos repletos soldados, de cañones y pólvora paseaban sus velas por los extensos mares imponiendo comercio y obediencia a los pueblos “inferiores” a razón de fuego, acero y sangre. Ni Alejandro Magno, ni Roma, ni Gengis Khan, y ninguna otra civilización logró establecer su influencia a nivel mundial.

En 1815, Klemens Wenzel Lothar von Metternich y Robert Stewart Castlereagh, invocaban dos principios para reestablecer el equilibrio europeo; el de la legitimidad, esto no era más que desdeñar los pensamientos de la Revolución Francesa, invocando que por designio divino los Reyes eran los elegidos para ser soberanos absolutos. El otro principio era la balanza de poder, se reconocen como potencias de primer orden a Inglaterra, Rusia, Austria, Prusia y aceptan a la derrotada Francia, a la que se le impuso retornar a sus fronteras pre-revolucionarias, formaron una pentarquía de naciones que controlaban un sistema internacional multipolar. Para mantener el equilibrio se forma una coalición antifrancesa entre el resto de las naciones de elite, es así como nace la Santa Alianza entre Rusia, Prusia y Austria, a la que Inglaterra se añadiría para formar la Cuádruple Alianza, con el objetivo preciso de contener un futuro resurgimiento de ideas revolucionarias en Francia o peor aún que un Bonaparte regresara al poder.

El Sistema Clásico de Transición nace en el Congreso de Viena de 1815 y se extiende hasta 1919 con la finalización de la Primera Guerra Mundial, teniendo un breve periodo de ficticio “alargamiento de vida” hasta 1945, cuando finaliza la Segunda Guerra Mundial feneciendo así definitivamente el sistema europeo multipolar, para dar paso a la hegemonía Estadounidense por una parte y Soviética por otro, surgiendo un sistema bipolar que evocaría las hostilidades entre las simmaquias de Atenas y Esparta en el mundo griego de 2500 años atrás.

En el siglo XIX se haría aun más grande la brecha de desarrollo entre Europa y el resto de las regiones del mundo. Inglaterra se industrializa colocándola en una situación dominante sobre el resto de las naciones del continente, si bien es cierto que después de 1815 los apetitos imperiales europeos se verían temporalmente saciados por unos 60 o 70 años hasta que resurgiera de nuevo, en el último cuarto del siglo XIX, renovada y más voraz hambre de conquista. A excepción de las revoluciones de 1848 y la Guerra de Crimea (1854 -1856), Europa gozó de estabilidad y paz, es decir, el sistema funcionaba.

Sin embargo en el corazón de Europa surgiría el factor desequilibrante del sistema. En 1648, Richelieu se había encargado que el centro de Europa no surgiera un estado alemán unificado y fuerte que rivalizara con Francia, el Sacro Imperio Romano Germánico era una amalgama de 350 mini estados que no representaban amenaza alguna, luego en 1815 con el reordenamiento de las fronteras se creo una confederación de 39 estados alemanes, ya en 1806 Napoleón había desintegrado el viejo Reich, se allanaba el camino para una eventual unificación alemana.

Otto von Bismarck, militar, político y diplomático prusiano, fue el genio que logró la unificación alemana. ¿Cómo lo logro?, pues aplicando en su manera más pura la Raison d´ Etat o mejor dicho con Realpolitik. En 1864, aliada con Austria, Prusia emprende una limitada guerra contra Dinamarca por los Ducados y Schleswig-Holstein; en 1866, alegando mala administración austriaca en los ducados, aprovecha que Austria estaba inmiscuida en el conflicto de unificación italiana para atacarla, el resultado de la guerra fue la anexión de Hanóver, Hesse-Kassel, Nassau y Fráncfort del Meno a Prusia, creando la Confederación Alemana del Norte, que incluía 22 estado alemanes, sustituyendo a la Confederación Germánica creada en 1815. Finalmente en 1870, un asunto de escogencia de Rey en España motivo una disputa entre el Rey prusiano Guillermo I y Napoleón III, que llevó a la guerra franco-prusiana, los Estados alemanes del Sur se unen a la Confederación del Norte, Francia es humillada por el poderoso y bien organizado ejercito prusiano y Bismarck consigue con tres guerras unificar a Alemania en un poderoso imperio y Guillermo I se hace aclamar Emperador, surge así el segundo Reich.

Artífice de la unificación alemana, el viejo estadista prusiano, el Canciller de Hierro, crea un complicado sistema de alianzas, llamados en honor a su creador “sistemas bismarckianos o bismarquinos”. Los sistemas concebidos eran de carácter defensivo y perseguía aislar a Francia, dejándola impotente de hacer alianzas con otra potencia, particularmente con Rusia, evitando un doble frente oriental y occidental que atacaran simultáneamente al naciente imperio alemán. Solo un político con la genialidad de Bismarck pudo incluir en una misma alianza a austriacos y rusos que tenían intereses encontrados en los Balcanes, so pena de la afretan a Rusia por parte de Austria en la Guerra de Crimea.

El orden nacido de Viena, estaba herido de muerte, la desconfianza mutua entre las potencias conllevo a un aumento en los gastos de defensa por parte de las grandes potencias, lo que ha sido conocido como “la paz armada” al periodo comprendido entre 1871 hasta 1914 cuando estalla la Gran Guerra.

El 28 de junio de 1914, en una calle de Sarajevo es asesinado por un estudiante serbio-bosnio llamado Gavrilo Princip, el heredero al trono dual del Imperio Austro-Húngaro, el archiduque Francisco Fernando, Príncipe Imperial de Austria y Real de Hungría y Bohemia, sobrino del viejo Emperador Francisco José. Este suceso fue el detonante de una de las Guerras más brutales que haya conocido la humanidad, la Primera Guerra Mundial. Los líderes europeos calcularon erróneamente que la duración de la guerra sería corta y que después de unos meses se podría llegar a una paz de compromiso.

El 11 de noviembre de 1918 llegaría a termino la guerra más devastadora que la humanidad haya conocido hasta ese tiempo, millones de muerte e inválidos, ruina material y penurias psicológicas incalculables fue el legado de ese absurda guerra que detonó por el exacerbado nacionalismo de un joven serbio, pero que tiene sus causa más profundas en el inestable equilibrio surgido de los sistemas bismarquinos, la inescrupulosa política de Guillermo II, la rivalidad colonial de las grandes potencias, la miopía política de los lideres europeos, y la incapacidad de los alto mandos militares para adaptar sus estrategias a los nuevos cambios tecnológicos que produjeron armas más devastadoras que la mente humana imaginara hasta principios del siglo XX, estos fueron los ingredientes letales para el estallido de la Gran Guerra.

La Primera Guerra Mundial fue el punto de quiebre de la hegemonía mundial europea, después de los Acuerdos de Versalles, que más que un acuerdo de paz resulto ser un armisticio, de hecho, en realidad fue el caldo de cultivo para un conflicto aun más aterrador y apocalíptico, la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos y Japón, quienes desde finales del siglo XIX y principios del XX, ya desafiaban el liderazgo exclusivo de Europa en los asuntos mundiales, fueron las naciones más beneficiadas de la guerra. Washintong, D.C. y Tokio podían escribir sus nombres al lado de París, Londres y Berlín como las capitales de las naciones más poderosas del globo terráqueo.

El presidente de los Estados Unidos de América, Woodrow Wilson, había propuesto sus famosos 14 puntos, que constaban de propuestas tan idealistas como imposibles de poner en práctica, por lo menos no en la mentalidad política dominante a comienzos del pasado siglo. Precisamente el punto catorce rezaba así: “Deberá crearse una Sociedad general de las Naciones en virtud de acuerdos formales, que tenga por objeto ofrecer garantías recíprocas de independencia política y territorial tanto a los pequeños como a los grandes estados”. En síntesis, Wilson proponía el respeto a las nacionalidades, es decir, la autodeterminación de los pueblos a tener el gobierno y la nacionalidad que quisieran; reducción de los armamentos nacionales al mínimo posible; desaparición de la diplomacia secreta o lo que es lo mismo decir, los tratados internacionales deberán de ser de carácter público; y supresión de las barreras comerciales.

La Sociedad de las Naciones llegaría a ver la luz, pero nacería con defectos congénitos, la propia nación de Wilson le dio la espalda y el congreso estadounidense no ratificó la entrada de la unión americana a la Sociedad de las Naciones, volteando su cara hacia el lado contrario de Europa, el gigante del norte volvía a su feliz aislacionismo, Europa artificialmente conservaría por casi tres décadas más su preponderancia internacional. Aunque ya estaban sentadas las bases para un mundo bipolar dominado por rusos y estadounidenses.

La enorme carga económica impuesta a Alemania por concepto de reparaciones de guerra y el crack económico de los años treintas, fueron causa fundamental para el surgimiento de un nacionalismo alemán con ánimos revanchista por las humillaciones del Tratado de Versalles de 1919. En 1933 la República del Weimar cae y el Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores, mejor conocido por el partido Nazi, llega al poder de manos de Adolfo Hitler. Se inicia entonces uno de los momentos más oscuros en la historia alemana y europea, el Tercer Reinch.

Alemania comienza su rearme, y en solo 5 años ya estaba listo para amenazar a sus vecinos, la primera víctima fue Austria. En 1938 el país alpino se limitaba a ser anexada a Alemania como un estado alemán llamado «Ostmark»; el siguiente golpe sería dado en los Sudetes, Checoslovaquia, la población era en su mayoría de ascendencia germana y Alemania reclamaba que estaban siendo mal tratados por las autoridades checoslovacas. Finalmente en uno de los acuerdos más cobardes, irresponsables e ingenuos que la humanidad haya conocido, el francés Edouard Daladier y el primer ministro inglés Neville Chamberlain, siguiendo una Política de apaciguamiento, aceptan la anexión alemana de los sudetes, creyendo con ello que Hitler se conformaría con tan poco y se evitaría la guerra, al parecer ninguno de ellos, ni sus asesores habían leído el Mein Kampf escrito por Hitler en los meses que paso en la cárcel. En marzo de 1939, sería invadida el resto de Checoslovaquia.

Con la invasión alemana a Polonia el 1 de septiembre de 1939, se inicia la Segunda Guerra Mundial. El conflicto se extiende por cuatro continentes, solo América resulto indemne de que se luchara en su territorio, las nuevas maquinas de guerra eran capaces de causar enorme destrucción como nunca antes se había visto, la población civil sufrió grandes penalidades y el numero de bajas fue incluso superiores a las muertes de los combatientes, ciudades enteras fueron arrasadas por los bombardeos, Stalingrado, Dresde, Hiroshima y Nagasaki son prueba del enorme poder destructivo de las nuevas armas, siendo las ciudades japonesa antes citadas, las testigos en “carne propia” del nacimiento del arma más terrorífica de todas, las armas nucleares.

Seis años después del ataque alemán contra Polonia, el 2 de septiembre de 1945, en el Acorazado Missouri de la armada estadounidense, se firma el tratado de rendición japonesa, finalizaba así un conflicto que transformaría radicalmente las relaciones internacionales como se concebían hasta ese entonces. El fin del mundo multipolar dominado por Europa había llegado a su fin, surgían dos superpotencias extra europeas, Estados Unidos y la Unión Soviética. Cada una con su área de influencia e ideologías totalmente contrapuestas, el mundo bipolar era la nueva realidad.

El advenimiento de una nueva era en las relaciones internacionales sería marcado por un enfrentamiento ideológico más que de intereses, la capitalista Estados Unidos y la comunista Unión Soviética, antiguos aliados contra los nazis alemanes, ahora se disputan el dominio mundial. La desconfianza que mutuamente se tenían Truman y Stalin, no contribuyó en nada la distensión en las relaciones de las nuevas superpotencias. La política exterior de los Estados Unidos de “contención” del comunismo terminó por colocarla en el lado opuesto de la Unión Soviética. Walter Lippman, periodista estadounidense, llamó a esta situación Cold War , Guerra Fría.

La Sociedad de las Naciones, organismo inoperante e inservible para evitar la guerra, fue sustituida por la ONU. La Carta de las Naciones Unidas se firma el 26 de junio de 1945. El nuevo organismo supranacional sería el nuevo encargado de regir de acuerdo con el derecho internacional las disputas que pudieran surgir entre los países. Uno de las primeras misiones de la O.N.U. fue la de impulsar el proceso de descolonización tanto en Asia como en África, proceso que duró desde 1945 hasta 1965, gracias a este proceso la cantidad de miembros de la O.N.U. se triplicó en este periodo.

Un rasgo preponderante de las relaciones internacionales en el mundo bipolar, es que los enfrentamientos de las grandes potencias se dieron en la periferia: guerra de Corea, guerra de Vietnam, guerras árabes-israelíes, Crisis de los misiles en Cuba, guerras civiles en Centroamérica, son solo algunos de los muchos conflictos librados en la que cada bando estaba apoyado por un u otra superpotencia pero sin llegar atacarse directamente entre ellas. Esto se explica por la posesión de ambas de armamento nuclear, que funcionaba como disuasivo de ataque mutuo, esta doctrina recibió el nombre de Destrucción Mutua Asegurada, Mutual Assured Destruction, MAD por sus siglas en ingles.

Finalizando la década de los 80 del siglo XX, la humanidad en un mundo globalizado es testigo en sus televisores como en Berlín la gente con sus manos, con martillo, con lo que fuera derrumbaba el muro que los había dividido por más casi tres décadas, caía así un símbolo físico de la separación de Europa en dos bloques opuestos. La reunificación alemana ya no despertaba el temor que más de un siglo atrás representó la creación del imperio Alemán, esta unificación fue recibida con esperanza y como el nacimiento de una nueva era de paz y unidad.

Dos años después la Unión Soviética, gigante con pies de barro, se derrumbaba sobre sus propios cimientos, terminaba así un periodo que sería conocido con el nombre de Post-Guerra, para dar paso a la Post-Guerra Fría. La victoria de Occidente, la victoria del Capitalismo, la victoria de la democracia y la libertad fue ovacionada en casi todos los rincones del planeta, el presidente de los Estados Unidos, George Bush, hablaba de una nueva era de paz, intelectuales como Francis Fukuyama llegaron a escribir sobre el “Final de la Historia” y afirmar que el nuevo mundo unipolar sería dominado por los Estados Unidos y los valores que este representaba.

El mundo de post-guerra fría muy lejos estuvo de ser ese mundo de amor y paz que proclamaba anticipadamente Bush padre. En 1990 Irak invade y se anexiona el pequeño estado petrolero de Kuwait, al año siguiente la coalición bélica más grande desde la segunda guerra mundial expulsaba a las tropas de Sadam Hussein del pequeño Emirato árabe con un número de bajas mínimas (para los aliados) gracias al despliegue de tecnología militar de última generación. Estados Unidos se vislumbraba como la única potencia global y no fueron pocos los que proclamaron un mundo unipolar. ¿Por cuánto tiempo?.

El 11 de septiembre de 2001, dos aviones comerciales se estrellan en las torres 1 y 2 del World Trade Center de Nueva York, un tercer avión se estrella en el Pentágono en Washintong, D.C., mientras que un cuarto avión, presuntamente dirigido hacia la Casa Blanca era interceptado y derribado antes de llegar a su objetivo. Casi 3,000 civiles murieron en el acto terrorista más sangriento ocurrido en los Estados Unidos de América. Las relaciones internacionales serían modificadas a partir de este momento. Estados Unidos comenzó una nueva doctrina de defensa. ¡La historia está en pleno desarrollo!.