Roberto Cuéllar M.
Director Ejecutivo, IIDH
Hace muchos años, cuando trabajaba en la oficina legal de la arquidiócesis de San Salvador con Monseñor Oscar Arnulfo Romero, lo escuchaba decir, una y otra vez, cosas como esta: «La esperanza que predicamos a los pobres es para devolverles su dignidad y para animarles a que ellos mismos sean autores de su propio destino…»
De afirmaciones como esta, que Monseñor Romero no cesaba de repetir y llegaron a ser centrales en su mensaje pastoral, me quedan dos cosas claras: la primera, que la pobreza es una ofensa a la dignidad humana. Creo que en eso todos los presentes estaremos de acuerdo. La segunda: que para redimirse de la pobreza, los pobres deben convertirse en autores de su propio destino. Por lo tanto, nuestro papel como personas privilegiadas, debe ser de acompañantes, animándolos a dar ese inmenso paso de tomar su destino en sus manos. Puede que esta afirmación no reciba una aprobación tan unánime como la anterior. En círculos políticos y académicos se da por descontado que la pobreza es un asunto que está, sobre todo, en nuestras manos. De hecho, pocos temas sociales y políticos han recibido tanta atención en nuestro continente, como el de la pobreza. Y sin embargo aquí estamos, casi doscientos años después de nuestra constitución como naciones, enfrentados una vez más al inmenso fracaso que significa reconocer que, hoy por hoy, cuatro de cada diez latinoamericanos viven en pobreza.
Como se sabe, Monseñor Romero murió asesinado en el altar por haber reconocido en los pobres de El Salvador al Pueblo de Dios –dicho en sus términos–. Tras el asesinato de Romero la vida me llevó por otros caminos, pero hoy, en la posición de Director Ejecutivo del Instituto Interamericano de Derechos Humanos, vuelvo a recordar a Monseñor Romero y su compromiso con los pobres y desposeídos…
Valgan estas palabras para puntualizar que no he sido invitado para hablar de la pobreza desde una perspectiva económica ni sociológica, sino ante todo desde la perspectiva de los derechos humanos.
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No quisiera hacerles perder un tiempo buscando una definición de la pobreza. Aunque reconozco su utilidad, me aparto de las mediciones de la pobreza puramente económicas. En nuestros países la pobreza es algo tan palpable, tan evidente, que casi parece innecesario definirla. Sin embargo, atendiendo a la naturaleza de este foro, digamos, al menos, que entendemos la pobreza como un síndrome que trasciende la privación material e incluye la deprivación simbólica y la exclusión social. Normalmente los pobres no carecen solamente de dinero y de bienes materiales básicos, sino que han sido privados, también, de recursos para abandonar esa situación de carencia. No en vano se habla del «circulo vicioso» de la pobreza.
Es sabido que, hasta hace poco tiempo, el fenómeno de la pobreza no era considerado como susceptible de un abordaje sistemático y riguroso desde la perspectiva de los derechos humanos. Afortunadamente los Derechos Económicos, Sociales y Culturales han tenido importantes desarrollos teóricos y doctrinarios en las últimas décadas… No obstante, resulta claro que, salvo contadas excepciones (como el el derecho de sindicalización, o el de los pueblos indígenas a participar en las decisiones que los afectan), la comunidad jurídica está todavía lejos de admitir la justiciabilidad de los DESC.
Para ser más específico, diría que lo que nos interesa considerar aquí es el tema de los derechos humanos de los más pobres.
Todos estaremos de acuerdo en que los pobres son titulares y tienen los mismos derechos «que nosotros» –y discúlpenme la odiosa expresión–, pero el asunto, claro, es cómo hacer efectivos estos derechos, como darles contenido y realidad. Ya Carlos Marx observaba en algún sitio: «Cuando los derechos son iguales comienzan las batallas.» Es decir, la igualdad de derechos es apenas el punto de partida para buscar la equidad. Creo que las mujeres, con sus luchas históricas, son bien concientes de esto y pueden darnos algunas lecciones al respecto… En efecto, antes de pensar en traducir en realidades los derechos que conquistaron en el último siglo, estos debieron ser conquistados y proclamados como derechos. La legitimidad que deriva del reconocimiento de derechos, hace posible la articulación de demandas que luego se traducen en realidades concretas.
En efecto, al abordar el tema de los derechos humanos desde la perspectiva de los pobres, el asunto que se nos plantea de inmediato es el de la justiciabilidad.
Si los derechos humanos de los pobres han estado siempre ahí –al menos desde que los derechos humanos existen como tales– ¿por qué ellos –los pobres– a diferencia de las mujeres en el último siglo, no han sido capaces de darles contenido, es decir, de traducir estos derechos en demandas primero, y luego, poco a poco, en realidades concretas?
Creo que esta es la pregunta de fondo.
Permítanme esbozar algunas líneas de respuesta.
Una primera tentativa de respuesta apunta a lo que podríamos llamar la «endémica corrupción del Estado.» Aunque se han conseguido progresos, desde su constitución misma como estados nacionales, los aparatos político-institucionales de la región surgieron para reproducir y perpetuar la desigualdad y la exclusión propias del régimen colonial, y desde entonces están ante todo al servicio de minorías política y económicamente poderosas. Bajo la cobertura del Estado-nación se ocultan los intereses de los grupos poderosos e influyentes. Dichos grupos propiciaron además la aparición de una suerte de ética del despojo entre los funcionarios públicos, de modo que el Estado es visto como una oportunidad de servirse y enriquecerse.
Por las mismas razones, otras instituciones políticas, en especial los partidos políticos, tampoco logran articular y transmitir las reivindicaciones, demandas e intereses de los sectores más pobres y excluidos de la sociedad. De esta forma, la imposibilidad de traducir en demandas políticas los derechos de los pobres, o de responder adecuadamente a ellos, obedece ante todo a la ausencia de voluntad de las élites que controlan el aparato político-administrativo del Estado.
Otra tentativa de respuesta apunta a lo que podríamos denominar la «debilidad e ineficiencia del Estado.» Complementaria y contrapuesta a la hipótesis de la corrupción, existe también la de su debilidad e ineficiencia: tardía y marginal en su acceso a la modernidad, América Latina en su conjunto adolece de una debilidad endémica en sus aparatos estatales, que a la postre resultan incapaces de planificar y ejecutar políticas públicas consistentes y de largo plazo. La pobreza es solo un ejemplo, pero similar tendencia se observa en otros campos de la agenda pública. Particularmente relevantes para el tema de la pobreza, son la incapacidad manifiesta de los estados para planificar y ejecutar políticas tributarias adecuadas, así como para proveer servicios básicos de educación y alimentación, salud y vivienda, entre otros.
Una tercera tentativa de explicación pone el énfasis en los factores exógenos y en las relaciones internacionales desiguales y abusivas. De acuerdo con este razonamiento, bajo el actual marco de relaciones económicas internacionales, los esfuerzos regionales de erradicación de la pobreza están signados por el fracaso, pues las relaciones económicas planetarias son muy desiguales y abusivas, y condenan a vastos sectores de la población mundial a una situación de pobreza y precariedad.
Una cuarta línea de explicación surge de lo que podríamos llamar un «déficit de ciudadanía», es decir, la debilidad de la «Sociedad Civil» en nuestro continente. Según este razonamiento, si bien es cierto los estados de la región han fallado en la planificación y ejecución de políticas económicas y sociales, no menos cierto es que en la región existe un «déficit de ciudadanía», en el sentido de que la Sociedad Civil organizada ha sido incapaz de fiscalizar las políticas dirigidas a la erradicación de la pobreza y otros asuntos de la agenda pública, enclave de derechos humanos. Solo una ciudadanía consciente y organizada es capaz de constituirse en interlocutora de la sociedad política y de las agencias del Estado para fiscalizar su quehacer y exigir responsabilidades. Este «déficit de ciudadanía» afecta de manera muy especialmente grave y perniciosa a los sectores pobres y excluidos, pues dada su condición, carecen de medios para colocar sus intereses y asuntos en la agenda pública y defenderlos en la escena política.
Por último, podríamos ensayar una explicación basada en la combinación, más o menos matizada, de todos los factores anteriores. En lo personal, creo que esta es una aproximación adecuada. Por lo tanto, si la pobreza es un fenómeno a la vez multicausal y multidimensional, nuestros esfuerzos para erradicarla deben apuntar, asimismo, en diferentes direcciones, complementarias.
Por ello estamos convencidos de que el tema de la pobreza –y particularmente el tema de los derechos humanos de los más pobres–, debe ser llevado con fuerza a todas las instituciones del Estado y de la sociedad política.
Si bien existen algunas instituciones del Estado particularmente adecuadas para colocar el asunto en la agenda pública –como las oficinas del Ombudsman– no es menos cierto que otras instituciones y agencias, como los partidos políticos, deben asimismo abrirse a este tema, más allá de los abordajes demagógicos que suelen hacer del mismo. Solo en la medida en que se logre esto, cumplirán a cabalidad con la finalidad que les corresponde en sociedades democráticas, y se verán libres de la sospecha de «perversión» y «corrupción» (en el sentido esbozado) que pesa sobre la institucionalidad.
Asimismo consideramos que deben realizarse esfuerzos para persuadir a los agentes del Estado a fin de que diseñen políticas públicas cada vez más inclusivas, especialmente sensibles a los sectores excluidos de los beneficios del desarrollo. Dicho esfuerzo es urgente en temas como acceso a la salud, a la educación, a la vivienda y a otras necesidades básicas legitimadas como derechos, pero lo es también respecto al acceso a los mecanismo jurídicos y para-jurídicos que hagan reclamables tales derechos. Se trata, en suma, de crear, fortalecer o desarrollar capacidades institucionales para combatir la pobreza. En la medida en que se logre esto, el estigma de debilidad e ineficiencia que pesa sobre la institucionalidad pública para combatir la pobreza, desaparecerá.
A nivel internacional el tema de la pobreza –de la privación material y simbólica, y de la exclusión social– no ha sido aún considerado, con la fuerza que el tema exige, un problema medular de derechos humanos, causa y efecto de otras violaciones a los mismos. En este sentido deben crearse, fortalecerse o apoyarse coyunturas internacionales para la discusión del problema de la pobreza, y muy particularmente, debe hacerse un esfuerzo para colocar el tema de la pobreza en el centro de las discusiones hemisféricas sobre derechos humanos, apoyando los esfuerzos que apuntan a su justiciabilidad. Solo en la medida en que logremos esto será claro que, independientemente de las existencia de diferencias económicas incontestables, la comunidad internacional, como un todo, no es insensible ni indiferente al drama de la pobreza y la exclusión que afecta a millones.
No menos importante que las anteriores líneas de trabajo, resulta apoyar un cambio de visión y de mentalidad entre los sectores más pobres o carenciados, con el fin de que se perciban cada vez más como auténticos «sujetos de derechos» y cada vez menos como «necesitados de ayuda». En este sentido, debe trabajarse intensivamente con las organizaciones que trabajan directamente con estos sectores, fortaleciendo sus capacidades. De esta forma, el acusado «déficit de ciudadanía» del que adolecen las sociedades latinoamericanas y caribeñas comenzará a revertirse.
Desde hace más de una década, el Instituto Interamericano de Derechos Humanos viene realizando esfuerzos sistemáticos para colocar, profundizar e instrumentalizar los DESC en el debate hemisférico de los derechos humanos. Estos esfuerzos llegan a un punto culminante en la actualidad, con el nuevo marco estratégico que el Instituto pondrá en marcha a partir del año 2008. En este plano, el tema de la pobreza o, más específicamente, el tema de los derechos humanos de los más pobres, son el eje fundamental.
Diversas razones han llevado al IIDH a adoptar esta perspectiva. En primer lugar, los principios del IIDH establecen la relación indisoluble entre democracia y derechos humanos. Más allá del sufragio electoral, la democracia presupone el acceso universal a condiciones de vida que posibiliten el ejercicio y el goce efectivo de los derechos ciudadanos, so pena de quedar reducida a una mera formalidad. Más aún: desde el punto de vista axiológico, la pobreza y la privación extremas violentan dos principios que sustentan la doctrina de los derechos humanos: la dignidad humana y la equidad.
Desde la perspectiva del IIDH, la pobreza está en la base de un sinnúmero de violaciones a los derechos humanos. Sostenemos así que la pobreza es al mismo tiempo causa y consecuencia de numerosas violaciones a los derechos humanos.
Es preciso subrayar que la adopción de este marco no supone abandonar ni los métodos ni los lineamientos bajo los cuales el IIDH ha venido operando, es decir, la investigación, la educación y la difusión, y que lo hará, como establece su mandato, desde una perspectiva académica e interdisciplinaria de promoción activa en derechos humanos.
Los esfuerzos que se emprenderán a favor de la inclusión de los más pobres, vienen a reforzar las iniciativas en marcha por la inclusión de los pueblos indígenas, las poblaciones afrodescendientes y las mujeres, pues como se sabe, la pobreza en América Latina y el Caribe tiene, precisamente, estos tres rostros: indígena, afrodescendiente y mujer. A ellos debemos agregar hoy el rostro de los migrantes, pues como se sabe, en nuestro continente los migrantes son en su inmensa mayoría personas que huyen de la pobreza.
Así pues, lejos de suponer un giro imprevisto o violento en el quehacer, esta temática complementa y enriquece lo que el IIDH ha venido haciendo recientemente.
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Profundos cambios tecnológicos, demográficos, económicos, culturales y políticos, cambiaron la fisonomía planetaria –y desde luego, la de América Latina y el Caribe–, pero se diría que la institucionalidad política de la región ha sido torpe y lenta para reaccionar. Así, parece existir un desfase o desajuste creciente entre las expectativas y demandas de la ciudadanía, y la capacidad del sistema político para responder.
Pero, como sabemos, al lado de estas transformaciones profundas que vivió la región en décadas recientes, existe un sinnúmero de problemas y de asuntos largamente postergados. Hay quienes aseveran, a nuestro juicio con razón, que Latinoamérica y el Caribe –o al menos parte importante de ellos– ingresan al siglo XXI sin haber resuelto aspectos de la agenda del siglo XIX, como pueden ser el de la electrificación y algunos problemas básicos de salud pública (letrinización, agua potable), para no hablar del hambre –que azota a un porcentaje significativo de la población– y de la pobreza –que, como dijimos, padecen cuatro de cada diez latinoamericanos–. Lo desconcertante es que todo ello coexista en la misma realidad geográfica y política con industrias de alta tecnología, grupos sociales que ostentan sin pudor alguno su opulencia ofensiva, gigantescas concentraciones de recursos naturales de gran valía y megalópolis ultramodernas.
Todos estos contrastes, que desde cierto punto de vista hablan de la diversidad y la riqueza del subcontinente, revelan asimismo su profunda inequidad y su desintegración: desintegración e inequidad social, política y cultural. América Latina es, como se sabe, la región más desigual del planeta.
Cuando, a inicios de la década de los 90, los demócratas de América Latina constatábamos con frustración las limitaciones de las nacientes democracias para generalizar el bienestar o, al menos, para lograr condiciones de vida dignas para la mayoría de la población, considerábamos con temor la posibilidad de que dicho fracaso –que entonces comenzaba a ser manifiesto– reviviera una «tentación autoritaria» en algunos sectores de la población.
Visto en restrospectiva resulta claro que nuestro temor carecía de fundamento, pues el autoritarismo no es, no ha sido, no fue nunca, una tentación para las mayorías latinoamericanas y caribeñas. Los regímenes autoritarios que medraron del poder en las décadas pasadas, tuvieron en general un respaldo reducido y se acuerparon en el terror militar y policial, aprovechando la coyuntura geopolítica internacional que ofrecía la Guerra Fría.
Hoy pensamos que la tentación autoritaria no existe sino para pequeñas minorías –no por ello despreciables desde el punto de vista político– de cada país, pues las grandes mayorías fueron quienes sufrieron de manera más directa las consecuencias del militarismo y del autoritarismo.
Sin embargo, es innegable que, ante situaciones de caos social, las sociedades tienden a aferrarse a cualquiera que se presente como tabla de salvación.
En algunos países latinoamericanos y del Caribe, la situación económica y social –para no mencionar otros temas crecientemente sensibles como el de la inseguridad ciudadana–, amenazan de manera cíclica con salirse de control. Por ejemplo en Guatemala, hoy por hoy, es más peligroso ser un chofer de autobús que un defensor de los derechos humanos. En muchos países de nuestra región, el problema de la inseguridad dejó de ser, hace mucho tiempo, el problema de la delincuencia e incluso el de la delincuencia organizada. Se trata de poderosas mafias con conexiones políticas y con complejas relaciones internacionales. Si en algunos países del antiguo bloque soviético la transición democrática propició la aparición de poderosas mafias de este tipo, no es muy distinto lo que ocurre en varios países de nuestra región.
Situaciones como estas ofrecen un terreno fértil para los oportunistas políticos y constituyen una amenaza a la democracia que por ningún motivo debe subestimarse. Ya lo dice el refrán popular: En río revuelto, ganancia de pescadores… O, como dijo escritor norteamericano Arnold Lobel, «cuando hay grandes necesidades, hay gente dispuesta a creerlo todo.» La historia de nuestra región ofrece múltiples ejemplos de ello.
En cualquier caso, parece claro que, hoy por hoy, la verdadera tentación para muchos latinoamericanos y caribeños –y tal vez entonces no la supimos aquilatarla con propiedad– es y ha sido siempre el populismo, la figura del caudillo y el ensueño del «gran líder redentor».
Por ello vuelvo a evocar aquí la visión y sabiduría de Monseñor Romero, cuando anotaba que nuestro papel debe ser el de animar a los pobres a que sean autores de su propio destino, pero en ningún caso suplantarlos en ese camino.
Del otro lado, la gran tentación de los grupos económica y políticamente hegemónicos o poderosos, consiste hoy, como consistió siempre, en suponer que basta una cobertura, un simulacro democrático, para mantener su dominio y garantizar que las cosas sociales seguirán siendo como han sido.
Resulta claro que la región latinoamericana y caribeña se enfrenta una vez más a la disyuntiva, al dilema, de encontrar su propio camino hacia la democracia –una democracia integral e inclusiva, que trascienda el requisito de la justa electoral– o de quedar atrapada en el espejismo –que ya parece una maldición– de esas dos tentaciones: el populismo, de un lado, y la democracia instrumental de corte oligárquico o plutocrático, del otro.
De lo que no queda ninguna duda, parafraseando a Freud, es que en la región se palpa un profundo malestar en la cultura. El fracaso o –en el mejor de los casos, los magros resultados– de las políticas económicas de apertura y privatización aplicadas en los años 90, alientan en diversos países el surgimiento de reivindicaciones nacionalistas, especialmente en lo tocante a recursos naturales y energéticos. Harto revelador resulta el hecho de que el presidente boliviano, Evo Morales, renegociara los contratos con las compañías extranjeras extractoras del gas y del petróleo, cuadriplicando los impuestos que pagaban sin que la operación de las mismas dejara de ser rentable. Ante esto solo cabe preguntarse: ¿Quiénes y con qué intereses negociaron tan mal? Un sordo descontento se manifiesta aquí y allá sin llegar a encontrar expresión cabal. En cualquier caso, resulta claro que la escena política latinoamericana y caribeña ha sufrido en años recientes profundos e intensos cambios, y que vive un momento de particular inestabilidad.
Con ello no pretendemos sugerir que la democracia como sistema institucional esté en riesgo, sino más bien que el juego político, bajo las reglas democráticas, acusa cambios notorios. En este sentido, nos inclinamos a pensar que estamos ante un escenario virtualmente impredecible.
Sin embargo es preciso tomar con cautela una afirmación general como esta, pues en una región tan vasta como la nuestra, las señales suelen ser contradictorias. Así, habrá quien, en su lectura de la región, releve las señales que apuntan a la «estabilidad» de lo que está ocurriendo. En este sentido podría argumentarse la continuidad en los gobiernos de Brasil, Chile y Argentina, por ejemplo, que no solo comparten una misma línea política sino que han sido reelectos (de manera directa o indirecta) en años recientes.
Sin embargo la impresión de volatilidad, de «impredictibilidad», que anotábamos hace un momento, no se inscribe tanto en el plano de los escenarios nacionales –donde en algunos casos domina, ciertamente, la continuidad– sino más bien a la escena de conjunto, con súbitas crispaciones, alianzas emergentes, y en medio de un escenario internacional también crispado y dominado por el declive político del gobierno de George W. Bush.
En esta coyuntura, hay algunos signos esperanzadores y también motivos de preocupación, y en cualquier caso, las paradojas se multiplican. ¿Cómo interpretar el hecho de que los analistas vengan hablando, desde hace más de una década, de una creciente «crisis de los partidos políticos» en la región latinoamericana y caribeña, mientras que en el año 2006 la región asistió a una verdadera «maratónica electoral» con más de 40 procesos electorales y más de 350 millones de votantes? ¿Cómo interpretar la «declinación del presidencialismo» de la que hablan algunos observadores, junto con la convocatoria a referédums y otras formas de democracia directa cuyo incremento es palpable en la región? ¿Y cómo interpretar el hecho de que, según el Latinobarómetro 2006, cerca del 70% de los latinoamericanos piensa que su país está gobernado por grupos poderosos que solo buscan su beneficio, junto al hecho de que, según ese mismo informe, el apoyo a la democracia en la región ronda el 60%?
No es cierto que los pobres de nuestra región se hayan desencantado con la democracia. Son ellos quienes, de manera mayoritaria, acuden puntualmente a las urnas, con la esperanza de encontrar ahí alguna respuesta a su desesperante situación. Así, entre la impaciencia y la resignación, los pobres de América Latina han sido y son el soporte de nuestras democracias. ¿Cuánto tiempo más durará su «ardiente paciencia»? Las migraciones masivas que presenciamos en algunos de nuestros países, son indicadores claros de que la paciencia toca su fin. ¡Qué inmenso fracaso para una nación convertirse en puerto de embarque para millones de sus ciudadanos! Digo esto como salvadoreño, uno de los países con mayor tasa de migración del continente. Y como salvadoreño y centroamericano, digo también la vergüenza que para mí representa ver, de visita en mi país, a conciudadanos que encontraron en otras naciones los derechos y las oportunidades que el mío les negó. «U.S. Citizen», afirman orgullosamente, mostrando su pasaporte estadounidense. Y esa palabra: –»citizen», ciudadano– recoge en gran parte lo que nuestras naciones no han sabido ofrecer a los pobres: derechos, pero no solo derechos, sino también contenidos concretos que traduzcan los derechos en realidades.
En el mismo discurso de Monseñor Romero que evoqué al principio, advertía él del peligro que supone «la falsa universalización que siempre termina en connivencia con los poderosos.» Creo, amigas y amigos, que ese es, precisamente, el peligro que nos acecha cuando hablamos de la pobreza y los derechos humanos. Los derechos humanos, como sabemos, son universales, inherentes a todas las personas de cualquier condición social, y esa es su fortaleza, pero quedarnos ahí, sería caer en la «falsa universalización». Solo poniendo nuestros empeños en traducir en realidades concretas tal universalismo, serviremos verdaderamente a la causa de los derechos humanos y de los más pobres.